jueves, 12 de enero de 2012

Mamá

Silvia se acomodó la correa de la cartera en un hombro, y la del bolso en el otro, para abrir la puerta de la habitación 808. Lo primero que vio fue la cara de esa chica y tuvo un escalofrío. Todavía no se acostumbraba a ver a la paciente que compartía la habitación con su madre desde hacía varios días.

Propiamente una Neandertal, dijo para sí misma. La chica, que no debería tener más de treinta años la miró con sus grandes ojos negros como pozos. Casi siempre estaba sentada en la cama, a veces se mesaba el pelo corto e hirsuto, a veces se bajaba para ir hasta la puerta a llamar a la enfermera , mostrando en consecuencia su polera gastada que no llegaba a cubrir los pañales. Al asomarse estiraba la manguerita del suero hasta el límite de lo imaginable. Silvia se tocaba el brazo instintivamente al verla.

-Hola mamá, cómo estás?

La señora gorda de pelo gris miró como ausente por arriba de su hombro.

-Mamáaa! Mirame!

La señora reaccionó y la miró a los ojos. Tenía la mirada de una foca vieja. Por un momento Silvia le tuvo lástima.

Silvia dejó sus cosas en una sillita a un costado de la pared. Y se sentó en otra silla libre. Se acomodó el pelo. Qué lindo tenía el pelo, y la cara, el maquillaje obraba de maravillas, discreto, elegante. Las uñas cortas. Propiamente una dama.

-Mamá, tomá un poco de agua. Ahi, despacito, bien.

Qué buena hija que cuidaba a la mamá. Silvia suspiró aliviada. Le dio un poco de culpa sentirse tan bien, después de todo, estar en el hospital no era una causa aceptable de júbilo, pero no lo podía evitar, las crisis le daban un sentido de equilibrio que no le daba la tranquilidad de todos los días. Miró de reojo a la chica de la otra cama. Pobre, pensó, nadie la viene a visitar, dónde está su madre?

-Mamá, estás cómoda?- preguntó Silvia mientras tintineaban sus pulseritas doradas.
-Masomenos- dijo después de unos instantes Inmaculada, asi se llamaba su madre.
-Te voy a correr un poco para arriba, mirá tenés los pies colgando
Inmaculada levantó las cejas y elevó los hombros. –Hacé lo que quieras- dijo moviendo las arrugas de la cara.

La hija tomó a la madre por las axilas, como si la abrazara, y la arrastró como pudo hacia la cabecera. Qué pesada, pensó. No es justo. No es justo. La soltó y atinó a salir, pero volvió sobre sus pasos, tal vez asustada de sus propios sentimientos. La terminó de acomodar con esmero.

-A ver abuelita la merienda! – gritó la enfermera

Inmaculada miró la bandeja. Sustancias líquidas y semilíquidas yacían ante ella. Silvia se arremangó para darle de comer. Apretó los labios voluminosos y sensuales, a modo de sonrisa, una especie de línea horizontal que sofocaba todo atisbo de femeneidad.

Mientras la hija le daba cucharada a cucharada el té, la madre no podía evitar mirar a la chica de las cavernas, que tomaba su café con leche sin la mínima educación y daba mordiscos a la tostada dejando una estela de migas a su alrededor. Silvia no vio cuando Inmaculada le sonrió ni cuando la chica de las cavernas le contestó con una sonrisa también.

Silvia tomó la taza de su madre y fue a enjuagarla para poner un poco de agua.

-Ahora lavá mi taza- le ordenó la chica de las cavernas.

Silvia levantó su ceja de derecha en señal de desaprobación y fue al lado de su madre. La chica se puso a canturrear para sí misma y a jugar con sus manos. Tenía un camisón rosa. De pechera de raso.

A la hija le llamó la atención lo parecido que era ese camisón a uno que ella había tenido a las 12 años. Era una de las pocas cosas que le había hecho Inmaculada. Qué tiempos lejanos. Qué confidentes eran. Su madre lo era todo. Bruja y hada, confidente y tirana. Ella le tenía tanto miedo, y tanta veneración a la vez. Inmaculada tenía la regla del bien y el mal, y Silvia se confesaba con ella para asegurarse de estar en el camino del bien. Cosas que se le habían metido en la cabeza, eso de ser buena. Tal vez era culpa de la catequesis, qué iba a saber.

La madre dormía. Silvia no sabía bien qué hacer. Tomó una revista, la hojeó. Golpeteó el taco de sus zapatos contra el piso. La chica de las cavernas se acomodó en la cama y se abrazó a un muñequito que le había traído la enfermera de la noche. Cerró los ojos.

Cuánta paz, pensó Silvia al ver a la chica. Por un momento le tuvo envidia. El sol se colaba entre las cortinas y teñía la habitación de color miel.

-Bueno, abuelita, la vamos a llevar a sacar la radiografía!

A Inmaculada la pasaron a la camilla y con Silvia de escolta la llevaron a los rayos X. La chica se despertó sobresaltada.

Silvia no vio, no escuchó que la chica de las cavernas, a sus espaldas gritaba a puro llanto -Mamá, mamá, no te vayas!


--- Este cuento (de mi autoría) salió segundo en el Concurso Julio Cortázar 2011 organizado por el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires.. Yeah! . ----