De ese lado del vallado.
Bailan vestidos de gala, revolean las piernas. Sacuden los hombros con ganas, el sudor atraviesa las caras sonrientes. Tocan bombos y platillos. Un joven con voz más gruesa que la permitida para su edad, canta como arrabalero. Bordaron con brillantes sus íconos, una suerte de insignias de guerra: el Gauchito Gil, Tweety, nombres de seres queridos, corazones, Maradona, el escudo de Platense, el de Independiente, el de Vélez, el Mono Mario, la Virgen María, Homero Simpson, el pato Lucas, y muchos otros más.
Ahi nomás, del otro lado de la valla.
Hay viejos con trajes de lentejuelas, viejas gordas llenas de brillo, vida y bizarra sensualidad, adolescentes, adultos y niños tan chiquitos que casi no les salen los pasos. Todos se dan licencia para entregarse con inocencia a un baile que me recuerda a pasos muy primitivos, lejanos del cemento de hoy, cercanos a la tierra.
De este lado del vallado.
Nosotros bailamos al compás, miramos los bordados y a los niños chiquitos. Aplaudimos junto con todos los que también están mirando. Cada uno aprecia lo que le conmueve más. Soñamos a nuestra manera, intentamos transformar una mañana gris en noche estrellada. A nuestras espaldas chicos y chicas se tiran espuma en aerosol, y también nos tiran a nosotros.
Es una bendición encontrar lo que te entregue a la inocencia gozosa, al disfrute hasta la médula, ahí, donde el corazón late, y ni las arrugas ni el tamaño cercenan el ritmo.